ARTÍCULO 128 DE LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA
El artículo 128 abre el Título VII de la Constitución, rotulado “Economía y Hacienda”. Se comprenden en este Título nueve artículos, del 128 al 136, que pueden dividirse claramente en aquéllos que se dedican a la Economía (arts.128 a 132) y los que regulan la Hacienda Pública en su concepción clásica, es decir la capacidad para imponer tributos y la capacidad para gastar y controlar ese gasto público (arts. 133 a 136).
Esa referencia a la Economía en la Constitución supone una novedad en el constitucionalismo histórico español, con la salvedad del precedente que constituye la Constitución de la Segunda República de 1931, en la que bajo el clásico rótulo de “Hacienda Pública” (o “De las Contribuciones”, como se llamaba el Título VII de la Constitución de Cádiz de 1812 y de los correspondientes a las Constituciones de 1837, 1845 o 1876) con su clásico contenido, se contenía un Capítulo II en el Título III, “Sobre Derechos y Deberes de los españoles”, con varios artículos que parecen ser el precedente de los preceptos que integran la parte dedicada a Economía del Título VII de la Constitución de 1978.
Centrados así en esta sipnosis en los artículos 128 a 132 y fundamentalmente en el primero de ellos, que es, junto con el art. 131, el más significativo de todos desde el punto de vista de la regulación de la Economía en la Constitución, podemos decir que los constituyentes optaron por incluir en nuestro Texto Supremo la que se ha denominado “Constitución Económica“, que W. Eucken define como “el conjunto de decisiones políticas o constitucionales sobre temas económicos“, tratándose de un concepto novedoso y propio del desarrollo del modelo de Estado posterior a la Segunda Guerra Mundial, del Estado de Bienestar, que pone fin a la concepción liberal del gobierno de la Economía por la mano invisible de Adam Smith y pasa a ocuparse de la Economía en la propia norma constitucional.
Nuestro Tribunal Constitucional en su STC 1/1982, de 28 de enero, hace referencia al concepto de Constitución Económica, señalando que “En la Constitución Española de 1978, a diferencia de lo que solía ocurrir con las Constituciones liberales del siglo XIX y de forma semejante a lo que sucede en más recientes Constituciones europeas, existen varias normas destinadas a proporcionar el marco jurídico fundamental para la estructura y funcionamiento de la actividad económica; el conjunto de todas ellas compone lo que suele denominarse la Constitución Económica (…)”.
En suma, la Constitución Española, en línea con el constitucionalismo europeo posterior a la Segunda Guerra Mundial y con la concepción del Estado Social y Democrático de Derecho proclamado en su artículo 1, contiene en su texto abundantes referencias a materias e instituciones económicas en cuanto participa de la concepción, común a las sociedades modernas, de que la economía, por su dimensión social, ostenta un protagonismo esencial para la convivencia democrática y la configuración de un orden social justo.
En relación a esto es importante dejar claro que los preceptos constitucionales del Título VII sobre Economía no son reiterativos ni contradictorios con otros preceptos de la Constitución. Si bien es cierto que los principios rectores de la política económica y social del Capítulo III del Título I podrían haber hecho innecesarias las precisiones de los artículos 128 a 132, pues recogen su misma filosofía, no está demás su contemplación en estos últimos, porque el Capítulo III del Título I recoge la vertiente subjetiva de esa filosofía, desde la perspectiva de los derechos fundamentales de las personas que se hacen valer frente al Estado, transidos por tanto de subjetividad, mientras que los artículos 128 a 132 se enmarcan en el concepto o perspectiva objetiva del Estado, de forma que sirven a los fines de éste, si bien obviamente nunca podrían contradecir los primeros sino que han de interpretarse armónicamente con ellos.
Finalmente, es importante destacar que la Constitución no se ha constituido en este punto en un código rígido, sino que, al igual que se hizo en otras materias, se ha inclinado por configurar un marco amplio y flexible que parte de la base de una economía de mercado que podría llevar, como ha señalado numerosa doctrina (entre otros Villar Palasí, Bassols Coma, Tomás Ramón Fernández o De la Cuadra- Salcedo) desde una economía mixta con preponderancia pública hasta una economía mixta con preponderancia privada, siempre dentro del respeto al resto de principios y normas constitucionales.
Así, desde que se aprobó la Constitución se han podido barajar distintas opciones de política económica y la línea desde 1996 ha sido la reducción del sector público en el seno de una política de privatizaciones que es por otra parte acorde con las tendencias actuales de la Unión Europea1 (veánse los artículos 90 y 102 del Tratado de la Comunidad Económica Europea). A principios de los noventa comienza una densa jurisprudencia del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas que no hace sino evidenciar que determinadas formas de intervención en la vida económica que parecían amparadas en una interpretación restrictiva del art. 90 TCEE, como el propio Tribunal de Justicia había defendido en sus primeras sentencias, ha de ceder ante las libertades comunitarias, prevaleciendo la economía de mercado ante las capacidades y competencias de los Estados para organizar su intervención en la vida económica en la forma que mejor garantizaban el Estado de Bienestar. Pueden verse a este respecto las Sentencias del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas de 19 de marzo de 1991 (República Francesa contra Comisión en el asunto 202/88), 25 de julio de 1991 (GOUDA contra COMMISSARIAAT VOOR de Media, asunto C-288/89) y 17 de noviembre de 1992 (Reino de España contra la Comisión, asuntos C-271/90, C-281/90 y C-289/90).
Entrando ya en el análisis concreto del artículo 128, decíamos más arriba que es precisamente el de más contenido desde el punto de vista de la Constitución Económica. Quizá por ello fue cuestionado durante el debate constituyente, mientras que otros artículos del mismo Título VII pasaron sin apenas discusión. Hubo autores que ya cuando el proyecto de Constitución se filtró a la prensa en 1977 pensaron que el artículo 128, especialmente en lo que se refiere a la reserva al sector público de recursos o servicios esenciales, era radicalmente contrario o al menos entraba en tensión con el artículo 38 que consagra la libertad de empresa en una economía de mercado. La mayoría de la doctrina se ha pronunciado sin embargo en contra de dicha contradicción o tensión y el propio Tribunal Constitucional en algunas sentencias la ha rechazado expresamente (STC 127/1994 de 5 mayo de 1994).
Los dos apartados del artículo 128 son de importante calado, el primero en cuanto subordina al interés general toda la riqueza del país y el segundo, en cuanto contempla tres aspectos relevantes para la política económica, reconoce por una parte la iniciativa pública en la actividad económica, posibilita, por otra parte, la reserva al sector público de servicios y recursos esenciales y finalmente alude a la intervención de empresas. Nos referiremos a cada una de estas materias por separado:
I. Subordinación de toda la riqueza del país al interés general
Se trata de un apartado estrechamente relacionado con el artículo 33 apartados 2 y 3 de la Constitución, por los que se regula la función social del derecho de propiedad privada y la expropiación forzosa, de forma que nadie puede ser privado de sus bienes y derechos sino por causa justificada de utilidad pública o interés social, mediante la correspondiente indemnización y de conformidad con lo dispuesto en las leyes.
De hecho, en el primer borrador de la Constitución, el entonces artículo 119 disponía una fórmula similar a la del actual 128.1 pero añadía que la riqueza del país, subordinada al interés general, “podría ser objeto de expropiación forzosa con arreglo a la Constitución y las leyes”. A este respecto nos remitimos de nuevo a lo señalado más arriba, en el sentido de que no nos encontramos ante una reiteración innecesaria sino que, existiendo una clara conexión entre ambos preceptos, el artículo 33 apartados 2 y 3 recogen un derecho subjetivo y el 128.1 contempla una perspectiva objetiva que se subordina al interés general. La interconexión de ambos se hace patente en el artículo 14 de la Ley Fundamental de Bonn que dispone lo siguiente: “La propiedad obliga y su uso debe servir al mismo tiempo al bienestar general”. Además el artículo 128.1 va más allá de la propiedad privada, de ahí que no sea reiteración del artículo 33.2 y 3, porque, según lo dispuesto en él, todos los bienes, cualquiera que sea su titularidad, se subordinan al interés general. Como señala De la Cuadra- Salcedo, por “riqueza del país” ha de entenderse el concepto de bien en sentido amplio (mueble, inmueble, corporal, incorporal…) así como los derechos existentes sobre ellos, sea cual sea su contenido y sea cual sea su forma de apropiación: “en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad”, sean de dominio público o privado.
II. Reconocimiento de la iniciativa pública en la actividad económica
Este primer inciso del número 2 del artículo 128 supone una ruptura radical con el principio de subsidiariedad que regía en la economía hasta la aprobación de la Constitución de 1978. En virtud de tal principio, la iniciativa pública sólo quedaba justificada en aquellos supuestos en los que la ausencia de la iniciativa privada permitiera sostener que la intervención del Estado era lícita y apropiada. La vida económica estaría reservada a la iniciativa particular, por lo que quedaba excluida la intervención del Estado en la misma, salvo que faltara totalmente la iniciativa privada, pues en tal supuesto quedaba sin fundamento el prejuicio hacia el Estado que, con su intervención, vendría a colmar una necesidad que la iniciativa privada no es capaz de satisfacer.
El art. 128.2 reconoce la legitimidad de la acción pública, sin que precise de concretos títulos habilitantes en cada caso y, por supuesto, sin que necesite tampoco de la inexistencia de iniciativa privada.
Entendida así la iniciativa pública en la actividad económica en contraposición al principio de subsidiariedad, se plantean dos cuestiones importantes: ¿es lícita cualquier intervención del Estado en la actividad económica, aunque no exista ningún interés público que la justifique? ¿El reconocimiento de la iniciativa pública coloca a los poderes públicos en una situación idéntica a la que tienen los particulares cuando deciden intervenir en la vida económica? En contestación a estas preguntas hay que decir, en primer lugar, que el reconocimiento de la libre iniciativa no puede significar, en el ámbito de los poderes públicos y de sus Administraciones, lo mismo que esa iniciativa en el ámbito de los particulares.
Y en segundo lugar, que esa iniciativa pública está limitada por el servicio al interés general. Es preciso encontrar una justificación a la decisión de intervenir en la vida económica, aunque ya no se trataría de una justificación fundada en la inexistencia de iniciativa privada, como sucedía con el principio de subsidiariedad, sino de una justificación que puede basarse en la satisfacción de cualquier otro interés general. Así se desprende claramente del artículo 103.1 de la Constitución que establece que “la Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales y actúa de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento pleno a la Ley y al derecho”
En definitiva, la intervención de los poderes públicos y de sus Administraciones está siempre vinculada a la satisfacción de los intereses generales a los que debe servir.
III. Reserva al sector público de recursos o servicios esenciales
Lo primero que hemos de advertir respecto a la posibilidad de reserva al sector público de recursos o servicios esenciales es que el hecho de que se haya dedicado en la Constitución un artículo específico para reconocer la posibilidad de dicha reserva, distinto del artículo 132 que se refiere a los bienes de dominio público, abona la idea de que la reserva no es una forma de incorporar bienes al dominio público. El artículo 128.2 abre otras posibilidades.
En segundo lugar es importante señalar que en el texto inicial del Proyecto de Constitución, además de los recursos o servicios esenciales, podían ser objeto de reserva las actividades que constituyeran monopolio. Sin embargo en la Constitución vigente los recursos o servicios esenciales pueden ser objeto de reserva, “especialmente en caso de monopolio”. El supuesto de monopolio es así un caso singularmente cualificado de reserva o abocado a la reserva al sector público.
En tercer lugar, precisaremos el alcance de la reserva al sector público. A este respecto cabrían dos posibles interpretaciones. En la primera, en el concepto de reserva se comprende no sólo la sustracción a los particulares de la posibilidad de desarrollar una determinada actividad, sino además el hecho de que dicha actividad se ejerza directamente por el Estado o por los poderes públicos. En la segunda interpretación, la idea de reserva al sector público no es incompatible con que la gestión o el ejercicio de la actividad sea entregado a particulares mediante técnicas concesionales. Sin duda esta es la interpretación que debe darse al artículo 128.2, y así se desprende del tenor literal del precepto y de su interpretación sistemática.
En cuarto lugar, no cabe en nuestra Constitución ninguna clase de reservas al Estado de recursos o servicios distintos de los esenciales. El artículo 128 de la Constitución ha querido limitar las posibilidades de reserva al Estado de recursos o servicios a aquellos supuestos en los que tales recursos o servicios merezcan el nombre de esenciales.
El concepto de servicio esencial lo encontramos en una temprana Sentencia del Tribunal Constitucional STC 26/1981, de 17 de julio de 1981, que se pronuncia sobre el concepto de servicio esencial en relación con el derecho de huelga. Aunque no se trate de dos conceptos idénticos y la perspectiva del artículo 28.2 de la Constitución no sea sin más trasplantable a la interpretación del concepto de servicio esencial del artículo 128, dicha Sentencia se refiere a las “actividades industriales o mercantiles de las que derivan prestaciones vitales o necesarias para la vida de una comunidad” y la actividad industrial o mercantil relacionada con prestaciones vitales se refiere a una actividad que es esencial en el sentido del 128.2 a efectos de reserva. En el caso del derecho de huelga el servicio esencial se basa más en aquellos servicios que satisfacen o hacen posibles los derechos y libertades fundamentales o bienes constitucionalmente protegidos, sin embargo, una prestación vital o necesaria para la vida de una comunidad es un concepto más amplio que el de vital o necesaria para la vida de una persona, es decir, una actividad que sea necesaria o indispensable para la vida social es una actividad esencial en el sentido del 128.2.
No se trata por tanto de servicios que sean indispensables para la supervivencia individual de los ciudadanos, sino que se hacen indispensables para el funcionamiento de la sociedad, con los rasgos y características propios de las circunstancias tecnológicas de nuestra época. Así, la televisión ha sido calificada en la Ley de 10 de enero de 1980 como un servicio público esencial, sin que el Tribunal Constitucional haya puesto objeción a dicha calificación. Sin entrar en este momento en la cuestión de la conveniencia de la reserva al Estado del servicio público de televisión y de sus razones, lo que sí puede señalarse es que la televisión no es, desde luego, un servicio o actividad sin el cual esté comprometida la supervivencia vital individual en una sociedad determinada. Sin embargo, ha podido ser declarada servicio público esencial, sin duda, porque uno de los rasgos definidores de la sociedad de nuestro tiempo es la existencia de medios de comunicación audiovisuales que abren una serie de posibilidades de información y formación o entretenimiento, sin cuya existencia nuestras sociedades tendrían otras características diferentes. Como señala De la Quadra-Salcedo la idea de “esencialidad” es una idea, por tanto, relativa. Una idea que está ligada a las circunstancias del tiempo en que se vive.
Ahora bien, que un servicio sea esencial no significa que dicho servicio deba estar reservado al Estado. La decisión de si se reserva o no, es una decisión que nuestra Constitución ha dejado abierta en función de lo que en todo caso se entienda que es más conveniente para la gestión, desarrollo e implantación del servicio de que se trate. En un Estado Social y Democrático de Derecho determinadas actividades pueden ser satisfechas perfectamente por la iniciativa privada, sometida a una fuerte reglamentación. Es decir, no cabe la reserva al Estado de recursos o servicios que no sean esenciales, pero lo que sí cabe es una fuerte reglamentación o intervención en una actividad libre cuando existen causas e intereses que lo justifiquen. Esa reglamentación podrá llegar a ser tan intensa que pueda hablarse de servicio público virtual. Técnicas de ese tipo se emplean hoy en día en sectores liberalizados, como en el caso de las telecomunicaciones, del transporte aéreo, de la energía, etc., ya que se trata de sectores relacionados con servicios que podrían considerarse esenciales y, por consiguiente, en los que desde el punto de vista de nuestra Constitución sería perfectamente lícito- como lo ha sido, por cierto, hasta fechas bien recientes en casi todos esos sectores -, la utilización de reservas mediante la declaración de servicio público. El hecho de que hayan sido objeto de liberalización, no impide que la actividad pueda seguir estando fuertemente regulada en garantía del interés público. De hecho al igual que se ha hecho en otros Estados Europeos (Reino Unido, Italia, Bélgica, Francia, Alemania, Portugal…), la política de privatizaciones de empresas públicas se ha acompañado en numerosos casos de una medida de precaución denominada “Acción de Oro”, por la que el Gobierno continuaba manteniendo el control sobre decisiones fundamentales de gestión de la empresa privatizada. Esta medida ha sido cuestionada por la Unión Europea, y de hecho el Tribunal de Justicia ha condenado recientemente la acción de oro utilizada por varios gobiernos europeos por considerarla contraria a la libre circulación de capitales. En realidad el Tratado CEE prohíbe las restricciones a los movimientos de capital, pero permite a los Estados conservar cierta influencia en las empresas inicialmente públicas cuando actúen en el ámbito de servicios estratégicos o de interés general, siempre que respondan al principio de proporcionalidad, sin ir más allá de lo necesario para alcanzar el objetivo que persiguen y respondiendo para ello a criterios objetivos, siendo preciso según el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, que esos criterios sean conocidos por las empresas afectadas.
La acción de oro y otras medidas similares se justifican por razones imperiosas de “interés general”, por la necesidad de mantener un cierto control público en empresas que actúan en sectores claves de la economía, antiguos servicios públicos o monopolios fiscales. Por ello es cierto que en algunas empresas privatizadas, como Tabacalera, el mantenimiento de la acción de oro era difícilmente justificable, por no existir en ella ni interés general ni servicio público. Sin embargo es obvio que en los casos de Repsol, Endesa y Telefónica, o de Iberia, se dan razones de interés general y servicio público que aconsejan mantener un último punto de control por el Gobierno sobre la empresa privatizada para evitar un posible perjuicio a los ciudadanos. Pero el Tribunal de Justicia ha encontrado la legislación española en este punto, especialmente en la Ley 5/1995 y reales decretos emanados desde entonces al respecto, demasiado discrecional para la Administración, sin que los inversores conozcan los criterios objetivos que permitirían el uso de la acción de oro para vetar determinadas decisiones empresariales, y precisamente en este punto el Gobierno ha manifestado su acatamiento de la Sentencia de 18 de mayo de 2003 del Tribunal de Justicia y ha señalado que, sin que lo pronunciado por éste afecte a situaciones consolidadas, para los procesos privatizadores en el futuro, se sustituirá el sistema de la acción de oro por otro procedimiento de control a posteriori de las decisiones que den entrada a capital extranjero en las empresas privatizadas y puedan perjudicar el interés público.
Finalmente, la posibilidad de reserva de recursos o servicios esenciales va acompañada en el texto de la Constitución de una previsión autónoma que merece ser analizada de forma independiente: la posibilidad de reserva al Estado de recursos o servicios esenciales parece especialmente adecuada o procedente en los supuestos de “monopolio”, es decir, en aquellos supuestos en que los recursos o los servicios por su propia naturaleza estén llamados a configurar lo que en términos económicos se ha denominado un monopolio natural, o el supuesto en el que el monopolio existiese de hecho.
No se trata en realidad de un supuesto distinto al de los recursos y servicios esenciales, sino de un supuesto concurrente pero especialmente cualificado. Sólo cuando sobre la situación real o tendencial de monopolio estemos ante un servicio que puede calificarse de esencial, será posible la reserva que prevé el artículo 128.2 de la Constitución. El caso de monopolio no es un supuesto adicional, sino un supuesto especial dentro del genérico de los servicios esenciales. Naturalmente que lo contrario no se exige; es decir no hace falta para que se produzca la reserva que además de ser esenciales los recursos o servicios sean constitutivos de monopolio o con tendencia al monopolio. El caso de monopolio es un supuesto especialmente claro de reserva, pero no es el único. Lo que es indispensable es que se trate de recursos o servicios esenciales.
Además, el artículo 128.2 establece la exigencia de ley para efectuar la reserva al sector público de recursos o servicios esenciales. Y no puede dejar de señalarse que el término “mediante ley” comprende no sólo la reserva de recursos o servicios, sino también la intervención de empresas que se prevé en el último inciso y al que se extiende también el citado término. Por otro lado, el Tribunal Constitucional, aunque en una sola ocasión, ha hecho referencia a que el término “mediante ley” no excluye la existencia de leyes generales, aunque pueda haber también leyes singulares de intervención: “La expresión mediante ley que utiliza el mencionado precepto, además de ser comprensiva de leyes generales que disciplinan con carácter general la intervención, permite la ley singularizada de intervención que, mediando una situación de extraordinaria y urgente necesidad y, claro es, un interés general legitimador de la medida, está abierta al Decreto-ley, por cuanto la mención a la Ley no es identificable en exclusividad con el de Leyes sentido formal” (S.T.C. 111/1983, de 2 de diciembre)
Por descontado esa Ley podrá ser estatal o autonómica según el orden de competencias que les corresponda (véase también el artículo 86 de la Ley 7/1985, de 2 de abril, reguladora de las Bases de Régimen Local, en relación con la iniciativa pública de las Entidades Locales).
La intervención pública de empresas
El texto de este inciso del artículo 128.2 es probablemente el que sufrió una evolución más significativa a lo largo del debate constitucional. En la versión del anteproyecto de Constitución el entonces artículo 118 disponía que los poderes públicos podrían intervenir conforme a la Ley “en la dirección y coordinación y explotación de las empresas cuando así lo exigieran los intereses generales” recordando las expresiones del artículo 44 de la Constitución Republicana de 1931.
No obstante, en la tramitación en el Congreso la ponencia constitucional que examina el anteproyecto propone en su anexo ya una redacción muy similar, prácticamente idéntica, a la del texto vigente. En ese sentido la refundición del párrafo original de la intervención de empresas con el de la reserva de los servicios y recursos esenciales hace que, en muchos aspectos, las reflexiones que hayan de hacerse sean, como es lógico, paralelas y que a muchas nos hayamos referido ya.
Hay que partir de que la intervención de empresas por razones de interés general supone que, permaneciendo la titularidad de las mismas en manos de sus propietarios, su gestión y actividad es dirigida por un órgano de naturaleza pública que participa en la toma de decisiones o sustituye totalmente a los órganos normales de decisión.
Fórmulas de intervención existen en diversas ramas del ordenamiento como es el caso del derecho procesal o mercantil para supuestos concursales, pero lo cierto es que esa regulación se construye en garantía inmediata de los derechos de los particulares, de ahí que estas formas de intervención en la vida de las empresas, conexas a actuaciones judiciales, sean bien diferentes de las previstas en el artículo 128.2. La técnica de intervención puede ser la misma, pero su objetivo es diferente, en un caso se trata de preservar el patrimonio y la actividad de la empresa mientras se dilucida lo conveniente en orden al pago de sus deudas o de la liquidación de la sociedad en atención a los intereses de acreedores y terceros, en tanto que el artículo 128.2 se está refiriendo a una intervención pública motivada por la existencia de un interés general.
Hecha la distinción de la intervención de empresas a que se refiere el precepto constitucional respecto de otras formas de intervención de las mismas, procede ahora destacar la dificultad que plantea la exigencia de que la intervención de empresas por razones de interés general haya de hacerse “mediante Ley”. En efecto, tal exigencia, interpretada de modo riguroso y estricto, que probablemente es el modo más acorde con el tenor literal del precepto que se comenta, conduce a la necesidad de que cada intervención de empresas precise de una Ley singular. Ahora bien, si se tiene en cuenta que las razones que pueden aconsejar la intervención de empresas, pueden estar relacionadas con las necesidades de la defensa o con la preservación de la estabilidad del orden económico (en relación con empresas situadas en sectores claves y delicados del sistema económico como es el caso de las entidades de crédito) puede resultar llamativo que esas medidas de intervención, que por fuerza han de presumirse urgentes, necesiten el trámite parlamentario de una Ley y puedan encontrar dificultades incluso en la utilización del instrumento del Decreto Ley.
Por ello, y para evitar estos problemas, el Tribunal Constitucional en su Sentencia 111/1983, de 2 de diciembre, a la que nos referíamos más arriba, reconoció la posibilidad de que en esta materia de intervención de empresas juegue no sólo la Ley singular, sino también la Ley general e incluso el Decreto Ley.
No toda la doctrina es acorde con esta interpretación, pero pensar de otro modo reduciría la medida prevista en el último inciso del artículo 128 de la Constitución a la inoperancia casi absoluta.
En cualquier caso, con posterioridad a la aprobación de la Constitución, diversas leyes han hecho referencia a posibilidades de intervención de un modo general, pudiendo citarse como ejemplos la Ley 26/1988, de 29 de julio, de Disciplina e Intervención de las Entidades de Crédito, la Ley 27/1999, de Cooperativas , de 18 de mayo, y a la Ley 32/2003, de 3 de noviembre, General de Telecomunicaciones (art. 4.5), texto recientemente aprobado y que viene a sustituir a la anterior Ley 11/1998, de 24 de abril, General de Telecomunicaciones.
En todas ellas se prevén medidas que, de una u otra forma, implican intervención en las empresas.
Como conclusión del comentario al artículo 128 diremos que la aplicación en nuestro ordenamiento del Derecho Comunitario, con vientos de liberalización, ha llevado a una falta de ejercicio o de autorrestricción de las facultades que el artículo 128 abre, que no impone, a los poderes públicos.
No en vano nuestros constituyentes optaron acertadamente, como dijimos al principio, por incorporar a la Norma suprema una Constitución Económica abierta o flexible, que permite adoptar en cada momento las medidas de política económica que exigen los tiempos.
Sobre el contenido del artículo pueden consultarse, además, las obras citadas en la bibliografía que se inserta.
Sinopsis realizada por:
Monica Moreno Fernández-Santa Cruz.
Letrada de las Cortes Generales
Diciembre 2003.
Actualizada por Vicente Moret, Letrado de las Cortes Generales. Junio, 2011